El arte tiene una historia de complicidades, de vínculos, de relaciones, de encuentros y desencuentros. Siempre me ha interesado pensar la práctica artística desde ese lugar: no como la expresión de un genio solitario, sino como una trama vital tejida en común, en comunidad.
Hace años comencé a hablar de una curaduría de acompañamiento, o como suelo llamarla, una curaduría Sancho Panciana. Hoy la entiendo como una curaduría del cuidado y de los afectos. Una curaduría de la amistad. Una forma de estar con el otro, de compartir el asombro, de organizar y sostener los procesos de creación desde la solidaridad, la confianza y la escucha.
He tenido la fortuna de forjar mi práctica profesional desde esa dimensión. La pienso —y la imagino— como un oficio. Como una alquimia: la del curador escudero. Aprendí esto gracias a Freddy Castillo Castellanos y su texto sobre la ciencia de la caballería andante, uno de mis libros de cabecera. Allí comprendí el rol del curador como complemento del diálogo creativo. Lo que el curador lleva en sus alforjas no son respuestas, sino una capacidad de escucha cuya esencia es la interlocución. Una escucha que acompaña el camino de la creación (…) y sí, también algo de pan, queso y tocino, porque pensamos con las tripas.
Esta reflexión no surge en el vacío. Es el resultado de años de trabajo, de afectos cultivados y de complicidades con muchos creadores. Pero está, sobre todo, profundamente marcada por mi experiencia con Asdrúbal Colmenárez, cariñosamente, mi compadrito.
Un artista que me tendió la mano desde el comienzo, que me introdujo al riesgo y me abrió las puertas del arte como forma de vida. Fue él quien me encargó mi primer texto como curador independiente (…) y me pagó una fortuna. Quería que entendiera, sin rodeos, que podía vivir de este oficio. Que asumir el riesgo valía la pena. Que había que “romper los huevos para hacer tortillas». Perseguir la intuición. Saltar al vacío. Yo todavía lo intento, aunque suelo enredarme en explicaciones.
Aun así, él insistía, si algo caracteriza a un trujillano es la perseverancia en sus propósitos, la terquedad es lo que caracteriza a un gocho, pero principalmente a uno trujillano. Entonces, Asdrúbal abría espacios, ofrecía oportunidades, buscaba alternativas. Caminamos juntos por los museos de París. Recorrimos Documenta en Kassel. Llevamos el videoarte a Choroní, a Coro, a Mérida, a Maracaibo (…) y, por supuesto, a Trujillo. Siempre había que hacer algo en Trujillo. Allí fuimos a parar con artistas de Japón, Korea del Sur, de Francia, de Venezuela, de Colombia, de Puerto Rico, logramos hacer de Trujillo una capital internacional para el arte.
También instalamos esculturas en Margarita, expusimos en múltiples galerías: en los Galpones, en el CELARG, en el MACCSI. Fue allí donde nos conocimos (MACCSI). Creo que le causó simpatía que lo entrevistara sentado en el piso. A la semana me despidieron del museo. Pero fue allí donde nació nuestra amistad. La mejor liquidación laboral posible: Asdrúbal Colmenárez como aventura creativa: alfabetos polisensoriales, táctiles psicomagnéticos, drawintors y esculturas infinitas.
Nunca hablamos de otra cosa que no fuera la creación, el arte en un sentido propositivo. Sin embargo, durante los juegos de pelota en Venezuela se imponía entre nosotros un silencio acordado, una zona de distensión: el beisbol era su única debilidad extra-artística. Sospecho que era magallanero. Entiendo, que en su juventud quiso ser shortstop. Coleccionaba pingüinos y juguetes. Guardaba como un tesoro un guante de béisbol que siempre tenía que renovar, ya que terminaba regalándolo a un niño sin guante.
Asdrúbal convertía el juego en poética, la curiosidad en método, la amistad en una forma de estar en el mundo. Tuve el privilegio de curar algunas de sus exposiciones. Pero más que curarlas, las acompañé como un escudero.
Aún conservo apuntes de proyectos que no llegaron a materializarse, como aquella vez en que soñó con construir una máquina del tiempo. En su universo, eso tenía sentido. No como nostalgia, sino como posibilidad. Hace poco, leyendo una entrevista al físico Gustavo E. Romero en El País, encontré una confirmación inesperada: “Desde un punto de vista físico, uno puede consolarse pensando su existencia como una cierta extensión en el espacio-tiempo que siempre va a estar ahí.”
Acompañarlo en sus derivas creativas fue, en sí mismo, una forma de viajar en el tiempo. Un modo de habitar el presente con intensidad, de proyectar imaginarios posibles.
Cuando las instituciones fallaron, Asdrúbal estuvo allí. No solo como creador, sino como cómplice, como guía, como presencia. Con él entendí que el arte es proceso, vínculo, entorno, energía que se comparte y se transforma.
La curaduría de acompañamiento, entendida así, es una forma de resistencia afectiva. Un modo de cuidar(nos) y crear. De reconocer el valor del gesto, de la conversación, de la pausa. De insistir en que el arte también se hace de relaciones, de afectos cultivados, de espacios donde imaginar lo imposible —incluso una máquina del tiempo— no es un exceso, sino un acto necesario. Habitamos una fraternidad, como insistía Freddy Castillo Castellanos, para mi esta ha sido una lección aprendida en los talleres de los artistas: allí habitamos e imaginamos la empatía. El arte no es otra cosa que una forma de alteridad, una alteración de las formas, movimiento e interlocución, desprendimiento.
Hoy me enteré de que Asdrúbal Colmenárez ya no está con nosotros, al menos en este plano. Me duele profundamente no haberle dado un último abrazo. Esta condición migrante, tan kafkiana, con renovaciones de visa que nunca llegan, nos roba despedidas, tiempos y cuerpos.
Me inquieta pensar que ya no podremos volver a sentarnos en La Coromoto, la tasca de Colinas de Bello Monte, cerca de su estudio caraqueño, donde solo comíamos sardinas fritas y tomábamos cervezas, como si repitieramos un ritual secreto.
Cuando vuelva a Caracas iré allí. Me sentaré en la misma mesa. Pediré sardinas. Y miraré el juego de pelota sin pensar en el arte. Pronto me compraré un guante de béisbol. Voy a renovar mi repertorio de boleros, Asdrúbal era un amante de los boleros, no cantaba pero sabía muchas letras, era un romántico.
Gracias Asdrúbal, no solo vivo del arte, sino que aprendí a vivir gracias al arte. Lo único malo es que sigo perdiendome en explicaciones, trataré de mejorar. Por cierto, tuviste razón: mirar los leones de la Plaza San Marcos en Venecia por primera vez es un ejercicio de renovación, olvidé comentártelo.
Gerardo Zavarce.
